

John Dalton. Line engraving by W. H. Worthington, 1823, after J. Allen, 1814.
Hoy día, la Historia de la Alquimia ha recibido la atención de muchos investigadores a lo largo de su extensa trayectoria desde su nacimiento allá hacia el siglo III. Prácticamente todas las fases por las que ha pasado son en la actualidad muy bien conocidas y están ampliamente analizadas desde los ámbitos académicos. Desde los primeros manuscritos griegos, pasando por la gloriosa Edad Media, y por la espectacular Edad Moderna, todo su itinerario está prácticamente sacado a la luz. Y no sólo cronológicamente, sino en sus contenidos temáticos. Los falsarios, su origen aristotélico y neoplatónico, los protagonistas, sus relaciones con otras esferas de conocimiento, como la magia, el Hermetismo, su legado a una ciencia nueva (la Química), y sus relaciones con el poder, o con la Terapéutica, son sólo algunas de las cuestiones que cualquier estudioso tiene fácilmente al alcance de la mano a través de una extensa bibliografía. Sin embargo, llegado el siglo XVIII, con la Ilustración y el racionalismo salvaje, la alquimia cae en el desprestigio más absoluto, atravesando así también todo el siglo XIX. En efecto, en el siglo XVIII, la alquimia sufrió uno de sus más duros ataques y asaltos, siendo rechazada en gran medida por todos aquellos que apoyaban un riguroso método científico y las nuevas formas de entender la materia. Estas nuevas maneras fueron las que, poco después, sentaron las bases de la Química moderna. Los científicos de los siglos XVIII y XIX fueron unánimes a la hora de pronunciar que los métodos de razonamiento y experimentación de la Alquimia no eran científicos; a la vez que impugnaron cualquier esfuerzo por comprender lo que esta “disciplina” decía acerca de la naturaleza de la materia. Recordemos que la alquimia sostuvo que todos los elementos podrían reducirse a una materia prima, y luego transmutarse en otros. Pero la Química Moderna, tal como surgió durante la Ilustración, llegó exactamente a la visión opuesta de la naturaleza, un camino que culminaría en 1808 John Dalton (1766-1844), cuando definió el modelo atómico que ya venía explicando desde 1803 en su A New System of Chemical Philosophy.

Aquí, Dalton, retomando ideas de Demócrito y Leucipo, sostenía que los átomos eran las partículas más pequeñas, y eran además indivisibles e inalterables. Y el átomo de cada elemento era así una partícula fundamental distinta. La alquimia, mejor dicho: su base material, pasó a verse ahora como un error intelectual sostenido durante siglos, y quedando de esta manera relegada al reino de la superstición y la pseudo-ciencia. Sin embargo, la alquimia tendría, pocas décadas después, su oportunidad para vengarse por haber sido colocada en estos territorios demasiado inhóspitos. Así ocurriría de forma no prevista en los primeros años del siglo XX. En un muy citado y conocido intercambio entre el químico Frederick Soddy (1877-1956) y el físico Ernest Rutherford (1871-1937) en su laboratorio de la Universidad McGill de Canadá en el año 1901, cuando ambos descubrieron que el torio radiactivo se estaba transformando en un gas inerte, Soddy recordaba así el momento, que, aunque parezca lo contrario, la expresión «alquimistas», como veremos más tarde, no debe resultarnos llamativa:

«Me sentí abrumado por algo más grande que la alegría, no puedo expresarlo muy bien”. Él dijo bruscamente: “!Rutherford, esto es una transmutación!» Mike, un compañero de Soddy, respondió: “No lo llames transmutación. Tendrán nuestras cabezas cortadas como si fuéramos alquimistas”1.
En la década siguiente a 1896, cuando el físico francés Henri Becquerel (1852-1908), descubrió la radioactividad, la nueva ciencia emergida de tal acontecimiento generaba de forma habitual comparaciones con la alquimia. La transformación de elementos radiactivos en otros, eso que descubrieron Rutherford y Soddy, fue vista muchas veces como una transmutación alquímica Algunos incluso llegaron a imaginar que el Radio, ese elemento altamente radiactivo descubierto en 1898 por los Curie, podría ser una suerte de moderna Piedra Filosofal. Es más, para muchos, los poco y mal comprendidos efectos de tal radiación misteriosa en el tejido vivo evocaban el Elixir de la larga vida alquímico. De hecho, en la década de 1920, la prensa llamaba de forma normal a la física atómica y la radioquímica nada menos que la «alquimia moderna». Y muchos libros de texto sobre estas dos nuevas ramas de la ciencia tomaron ese nombre en aquellos años. Aunque Rutherford fue inicialmente reticente a tales comparaciones alquímicas, como lo atestigua la conversación anterior, tituló su último libro de poco más de sesenta páginas, editado en 1937, The Newer Alchemy.

Pero, ¿por qué este énfasis en la alquimia? ¿Por qué unos científicos rigurosamente formados como Soddy, Sir William Ramsay (1852-1916) y otros del mismo nivel de excelencia, que trabajaron en los laboratorios más modernos disponibles para la Química y la Física, recurrieron tan rápidamente a la alquimia para imaginar la naturaleza y las implicaciones de los cambios que presenciaron en los elementos radiactivos? Al intentar responder a estas preguntas, al porqué del hecho de que la ciencia más vanguardista de esos años abrazó los términos y las palabras de un conocimiento anterior muy desacreditado, aparentemente reducido al estado de una reliquia oculta anterior a la Ilustración, no podemos sino imaginarnos que por entonces los límites entre la ciencia, la religión y otras áreas de la cultura no estaban bien definidos, y se traspasaban de unos a otros con facilidad. De hecho, para entender cómo la “ciencia de la radioactividad” llegó a estar tan ligada a la imaginería alquímica, debemos recurrir a un fenómeno aparentemente no científico: el gran renacimiento de fin de siglo por el interés en la alquimia por parte del ocultismo y esoterismo de finales del siglo XIX. Los más impresionantes hitos de la ciencia atómica ocurrieron junto a una efervescencia de ocultismo que atribuía un significado muy profundo a las preguntas sobre la naturaleza de la materia y de la energía.

Y tal vez sea aún más sorprendente que el amplio renacimiento alquímico tuvo un impacto y un reflejo en la forma en que algunos científicos conformaron sus programas de investigación. Sea como fuere, es totalmente cierto que la alquimia vivió uno de sus momentos gloriosos desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX. Todas las ramas de la ciencia están en auge, y en todo lugar. Se multiplican los asombrosos descubrimientos de una ciencia experimental que no tiene fronteras y sale disparada a la conquista de los últimos conocimientos. En estrecha conexión con el dinamismo científico surge una corriente, el positivismo, que se hace la filosofía idónea y operativa de la burguesía dominante tanto en Francia, como en Alemania e Inglaterra. En la estela de la ciencia y del positivismo nace en la mentalidad colectiva de la burguesía y de la clase media europeas una extrapolada seudo-filosofía muy activa pues va movida por la fuerza de una utopía viva, que cree que se tendrá, pronto o tarde, explicación para todo, incluso para las causas primeras y las causas finales. En realidad es una mentalidad ingenuamente optimista, que se conoce como el cientificismo, una capciosa espuma utópica que se difunde fuera de la ciencia pura y pretende encontrar para todo una explicación y una solución científicas. Émile Zola, el genial pintor de la realidad, el poeta de lo real, se siente empujado a dar forma a una teoría científica de la literatura, un petulante intento de asimilar el arte literario a la ciencia. Pues bien, el naturalismo teórico es un sueño de época, engendrado por los humos cientificistas.

Otro ejemplo, la preocupación mayor del padre del positivismo, Auguste Comte (1798-1857), es fundar una sociología científica que, como necesita la burguesía conquistadora de los años 1830-1850, garantice el orden y el progreso y hasta sueña Comte con una religión de la Humanidad para cimentar la futura sociedad. Todo parece estar al lado del progreso, sea éste utópico, o no. Incluso las utopías parecen rendirse a la realidad de una idea que se expande sin freno. El Hombre, la suma de todos los hombres y mujeres (que ya empiezan a dejárselas votar en Inglaterra), estaba viendo que el siglo XIX lo ha inventado todo: la medicina, la electricidad, el vapor, el telégrafo, la radio, la máquina de escribir, el cine, la moda, el avión, el fútbol, amén de la industria, del capitalismo salvaje, de la lucha de clases. Esta efervescencia creativa, va acompañada y reflejada por las artes y las letras, desde el fogoso individualismo romántico hasta el altruista realismo y naturalismo. No hay límites. Y no los habrá. La linealidad del progreso, además de horizontal, es vertical. De la idea al hecho, arriba y abajo. Todo lo imposible deja de serlo. Incluso aquéllas cosas lejanas que pudieran quedar fuera de este sentimiento positivista, que enorgullecía a la naturaleza humana, era susceptible de caer dentro del impulso creador y descubridor del Ser Humano, incluida, claro está, la alquimia. Esto hizo que se eliminaran las metas. Desde los experimentos a las tierras lejanas, los secretos caían uno tras otro ante el ímpetu descubridor. Y los descubrimientos, ante el impulso de la ciencia.

De esta manera, el científico cobra un valor social inaudito, que se vuelve incalculable. A modo de “sacerdote de la verdad”, o “portador de la palabra verdadera”, su importancia en la sociedad de los años que van desde 1890 a 1920 le hace ser situado en el más alto escalafón. Es el custodio del progreso, el depositario de la fe humana en sí misma. El valor de los valores. De cualquier manera, desde 1920 nuestra comprensión del mundo subatómico se vio acelerada gracias a la física nuclear. Sin embargo fueron dos químicos premios Nobel, no físicos, como Soddy y Ramsay, los científicos que más abogaron por la transmutación como un objetivo de investigación y un principio heurístico para comprender la naturaleza de la materia. Aunque es complicado de afirmar que e1 papel de los ocultistas de aquellas décadas, tremendamente interesados en integrar sus actividades con la ciencia, y en tener científicos entre sus filas fue el de llegar a organizar la agenda para la ciencia atómica moderna, no lo es tanto el importantísimo papel que jugó la alquimia en ambos campos: el ocultista y el científico. En las nuevas historias de química emergentes en Gran Bretaña y los Estados Unidos incluyeron discusiones de alquimia, y en muchas de ellas el revival alquímico ocultista también influyó en la escritura y la enseñanza de la historia de química en las últimas dos décadas del siglo XIX. Ambos contribuyeron al diseño de un objetivo específico para la ciencia atómica de principios del siglo XX como la transmutación alquímica.
¿Cómo pudo esto ser posible? ¿Por qué cuando la Ciencia estaba desentrañando los misterios de la materia resultó que pensaba estar muy cerca de los alquimistas?
- Weart, Spencer R., Nuclear Fear: A History of Images, Cambridge, Harvard University Press, 1988, 5-6. ↩︎
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