Aunque la historia del nacimiento de la moderna ciencia atómica se puede contar de muchas maneras, los historiadores de la ciencia recurren generalmente a la técnica más positivista posible y lanzan una narrativa, un discurso, que no resulta ser más que una simple crónica y secuencia de los descubrimientos clave, de los experimentos y de los imperativos teóricos que los produjeron. Tal cuento, tal relato, tiende a enfatizar avances teóricos y triunfos en el laboratorio.


Resumidamente podríamos contarlo así: En noviembre de 1895, mientras pasaba la corriente eléctrica a través de un tubo de rayos catódicos (un tubo de vidrio vaciado de la mayor parte de su aire) blindado por un pesado cartón negro, el físico alemán Wilhelm Röntgen (1845-1923) descubre unos rayos misteriosos que pueden atravesar la carne y la madera, incluso llega a obtener imágenes fotográficas de los huesos de la mano de su esposa, Anna Bertha Ludwig (1872-1919). Él los llamó «Rayos X» debido a su naturaleza desconocida. Unos meses más tarde, en febrero de 1896, Becquerel encuentra, por casualidad, que los cristales de sulfato doble de potasio y de uranio que tenía colocados en placas fotográficas en un cajón emiten rayos propios. Marie Curie (1867-1934) pronto llama a este fenómeno «radioactividad». Marie y su esposo Pierre Curie (1859-1906) muestran que el torio también es radiactivo y continúa descubriendo nuevos elementos radiactivos, incluido el radio radiactivo en 1898. Becquerel y los Curie comparten el Premio Nobel de física en 1903, iniciando una larga serie de Premios Nobel que se otorgarán a los pioneros de la física atómica.

En 1897, en el Laboratorio Cavendish en la Universidad de Cambridge, el físico británico J. J. Thomson (1856-1940) busca explicar el funcionamiento de aquellos tubos de rayos catódicos que preocupaban a Röntgen y a otros físicos. Thomson muestra que los misteriosos rayos catódicos están, de hecho, hechos de partículas negativamente cargadas, para lo cual usa un nombre acuñado por el físico Johnstone Stoney: “electrones”. En febrero de 1897 ante sus colegas en Cambridge, y en abril del mismo año ante la Royal Institution de Gran Bretaña (la institución de investigación independiente más antigua del mundo), Thomson sorprendentemente argumenta en contra de la comprensión de Dalton de que los átomos de cada elemento sean considerados como algo “fundamental”.

Como partículas primordiales y esenciales. Los átomos no son indivisibles, pero, argumenta, tienen partículas con carga negativa, llamadas electrones, que pueden ser arrancados de ellos. Todas estas partículas tienen la misma masa y carga, y tiene menos de una milésima parte de la masa de un átomo de hidrógeno, el átomo menos masivo. En 1904, Thomson sigue proponiendo su modelo de «budín de ciruela» del átomo, en el cual la carga negativa de los electrones habitan, u orbitan, alrededor de una especie de fluido con carga positiva.

Mientras tanto, en un laboratorio en la Universidad McGill de Canadá, Rutherford, que había estudiado con Thomson en Cambridge y Soddy, el joven químico ejercitado en Oxford, revelan el mecanismo de la radioactividad entre 1901 y 1902. Todos ellos demuestran que los elementos radiactivos se desintegran, liberando radiactividad y transformándose en otros elementos en el proceso. Varios años más tarde, de vuelta a la Universidad de Manchester, Rutherford observa la dispersión de partículas alfa (que consta de dos protones y dos neutrones (esencialmente un núcleo de helio, emitido por uranio o radio) cuando se bombardean láminas delgadas A partir de este experimento, desarrolla un modelo del átomo: un núcleo con carga positiva alrededor del cual orbitan los electrones. Sorprendentemente, el modelo de Rutherford sugiere que los átomos están abrumadoramente compuestos de espacio vacío.


En 1913, el físico danés Niels Bohr (1885-1962) ve problemas en el modelo de Rutherford y lo refina para sugerir que los electrones existen solo en estados específicos. Él usa la constante de Planck, formulada por el físico alemán Max Planck (1858-1947), para explicar la estabilidad que estos estados confieren a los átomos. En 1919, Rutherford, ahora director del Cavendish Lab en Cambridge, descubre que la partícula de carga positiva en el núcleo del átomo: el protón. Pero por aquel entonces su asistente de dirección en el Cavendish, James Chadwick (1891-1974), que luego sería laureado también con el Premio Nobel, le hace saber, en un alarde de intuición mezclada con sabiduría, que está preocupado por la discrepancia entre el número atómico de un átomo (el número de protones en el núcleo) y su masa atómica. En 1932, Chadwick descubre el neutrón, una partícula neutra, que contribuye a la masa de un átomo pero no a su número atómico.



A la vez, en 1923 y 1924 el físico francés Louis de Broglie (1892-1987) usa la Teoría de Einstein sobre que en los fotones (las entidades básicas de la radiación electromagnética) se exhiben propiedades de ambas ondas y partículas, para sugerir que los electrones también tienen las mismas propiedades duales. De Broglie argumenta que los electrones no deberían considerarse partículas localizadas en el espacio alrededor de un núcleo, sino más bien como algo así como una nube de carga negativa.

Siguiendo las teorías de De Broglie, el físico austriaco Edwin Schrödinger (1887-1961) desarrolla una ecuación que le permite predecir el comportamiento futuro de electrones. El físico alemán Max Born (1882-1970) usa la función de onda de los electrones para calcular la posibilidad de encontrar una partícula en una región específica en un momento específico. Niels Bohr y el físico alemán Werner Heisenberg (1901-1976) comenzaron a trabajar en la mecánica cuántica en 1924, y, en 1927, Heisenberg presenta su principio de incertidumbre: la teoría de que uno no puede simultáneamente conocer la posición y velocidad exacta de una partícula. De hecho, así es. Si colocáramos una cámara de fotos en cada uno de los trescientos sesenta grados de una circunferencia para hacer una fotografía cada vez que pasara un electrón, seguramente harían trescientas sesenta fotos a la vez, sin poder determinar en qué posición se encontraba realmente el electrón, a menos que aceptáramos que estaba en todas a la vez, debido a su velocidad.

Éste es un esquema muy simple de la serie de descubrimientos que proporciona un rápido vistazo de la aparición de la física nuclear y la mecánica cuántica. Podríamos extender la narrativa hasta principios del siglo XXI para describir la constante expansión de partículas subatómicas (muchas predichas por la teoría y luego confirmado por los aceleradores), la aparición de la física de partículas de alta energía, el nacimiento de guerra atómica y energía atómica en la vida civil, el advenimiento de la teoría de cuerdas y supercuerdas, etc. Escribir la historia de la ciencia de esta manera llamaría la atención sobre una cadena de físicos que resolvían exitosamente todos los problemas que se planteaban, cada uno de los cuales fue incluso capaz de construir experimentos (y acabarlos con éxito) para explicar un fenómeno o para corregir problemas en la formulación de otro físico. Y algunos de ellos muy importantes. Así, el modelo nuclear de Rutherford del átomo corrigió el modelo de “pudín de ciruelas” de Thomson. Y también el modelo de átomo Bohr resolvió los problemas en el modelo de Rutherford. Curiosamente, estos dos casos son de dos alumnos que corrigen a sus antiguos maestros.
Si, por otra parte quisiéramos hacer un estudio más extenso, sólo habría que añadir muchos detalles a lo que acabamos de decir, sobre todo en los experimentos, o podríamos tratar la historia y desarrollo de cada uno de los campos de investigación. Pero también sería un ejercicio típico de historiador iluminado por el progreso del hombre si se añadiera más complejidad a una narrativa ya de por sí simple. Podrían añadirse cosas como el electromagnetismo, o la física del éter, antecedentes inmediatos que condujeron a los descubrimientos de la década de 1890; o se podría exponer la importancia de los intercambios internacionales entre científicos, sus asociaciones en el trabajo conjunto, la colaboración entre instituciones, (académicas o no) de trabajo, y las inconsistencias teóricas que culminaron después en revisiones de teorías y otros experimentos de laboratorio[1].

No hay que olvidar, además, que no todos los que trabajaron en este campo fueron físicos. Los experimentos del químico Sir William Crookes (1832-1918) de 1875 con rayos catódicos demostraron que podían ser desviados por un imán, y por lo tanto, no eran luz. Frederick Soddy, junto con Rutherford, hizo contribuciones cruciales al trabajo en la transformación radiactiva. Él también originó nuestra comprensión básica de los isótopos, por lo cual ganó el Premio Nobel de Química en 1921. Una narración más extensa del progreso científico en el campo de la radiactividad también discutiría la importancia del descubrimiento de helio del químico Sir William Ramsay (que él y Soddy identificaron definitivamente como el gas misterioso producido en la desintegración radiactiva) y otros gases atmosféricos inertes, lo que le valió el Nobel de Química en 1904.

En una historia de la energía nuclear la física podría enriquecerse y potenciarse, también, con la descripción del papel de sus instrumentos clave, como el contador Geiger, el contador de centelleo, la cámara de nubes, el ciclotrón (o primer acelerador de partículas), la cámara de burbujas, etc.[2] La fuerza de una historia estandarizada de la ciencia basada en descubrimientos clave, experimentos e innovaciones teóricas es un retrato sucesivo de las relaciones entre los experimentos exitosos y los avances que lograron adelantar la ciencia. La historia de la ciencia atómica también se puede abordar a través de la historia cultural de su recepción pública. Este tipo de estudio no se basaría en los anales de las revistas científicas, ni en los experimentos de laboratorio, sino en las imágenes de la ciencia atómica inspirada en la cultura popular, muchas de ellas a través de la prensa, como veremos; y en las aspiraciones de los científicos. Muchas y nuevas fuentes, si ello fuera lo que quisiéramos hacer, tendríamos a nuestro alcance, además de la citada prensa. Así, en una Historia Cultural de la Ciencia Atómica tendríamos que leer revistas de ciencia ficción, revistas populares, de divulgación científica, propaganda estatal, etc. [3]

Hasta hace pocas décadas, incluso hasta poco antes de la caída del muro de Berlín, en todos los medios se usaba un tomo temeroso al tratar de la energía nuclear, especialmente en los primeros años de la Guerra Fría. Un complicado entramado de rumores, temores, esperanzas de desarme, pruebas atómicas nos rodeaba todos los días. En ocasiones se hablaba bien de la energía nuclear, capaz de crear desde la «ciudad blanca del futuro», hasta el Elixir de vida alquímico y la Piedra filosofal. Todo ello acompañado por lo contrario: miedos terribles del día del juicio final, ansiedades sobre monstruos, rayos, científicos peligrosos, y, por supuesto, la total aniquilación nuclear en una Tercera Guerra Mundial.


Sin embargo, la resurrección de los conceptos alquímicos en el nacimiento de la ciencia atómica moderna nos informa que la palabra «transmutación» ofreció una pista que podría ayudar explicar casi todas las imágenes extrañas que aparecerían más tarde “en los cuentos y narraciones sobre la energía nuclear»[4]. Para entender en su totalidad las relaciones entre la transmutación alquímica y la ciencia de la radiactividad, lo mejor es andarse por un camino donde se interrelacionan la ciencia, su elaboración pública y sus dimensiones espirituales como parcelas que interactúan entre sí simultáneamente. De hecho es la mejor forma de explicar, por ejemplo, cómo la ciencia de entonces y el ocultismo tuvieron una íntima relación, hasta el punto que la física-química de la década de 1920, la de la ciencia atómica, se llamaba “Modern Alchemy”.
Pero tampoco debemos dejarnos engañar, ni pensar que el ocultismo, repito, encauzó la investigación sobre la radiactividad. Ni mucho menos. Y ello a pesar de que Sir William Crookes, fue miembro de alguno de estos grupos ocultistas[5], y Ramsay fue miembro de una organización que investigaba lo que podríamos llamar fenómenos paranormales. En cualquier caso, ni Ramsay ni Soddy, quienes fueron los que más favorecieron la figuración alquímica de los primeros descubrimientos en el campo de la radioactividad, contribuyeron a nutrir la febril actividad que desplegaron los ocultistas de escanear cuidadosamente revistas científicas y libros para obtener información sobre la radiactividad y partículas subatómicas con el fin de apoyar sus constantes reclamos de una alquimia oculta que estaba quedando descubierta. No tenemos evidencias de ello. Ni de ningún otro químico (aparte de Crookes) que estuviera leyendo los periódicos de los ocultistas. En cambio, sí parece que el gran renacimiento del interés por la alquimia a finales del siglo XIX y principios del XX (incluyendo por igual a los ocultistas, historiadores de la química, educadores, periodistas y científicos) dieron a la Química un modelo que influyó en su recepción pública y dieron “su” sentido de su propia identidad. Esta recepción pública, y este sentido sui generis, además contribuyeron a una primitiva comprensión de la radiactividad y a su importancia.
Tampoco debemos de olvidar que la “ciencia de la transmutación atómica” se dio en el mundo anglosajón, principalmente. Muchos descubrimientos cruciales sobre la transmutabilidad de los elementos se hicieron en Gran Bretaña, Canadá y los Estados Unidos. Los experimentos de Rutherford y Soddy de 1901 y 1902 que demuestran la «transmutación» radiactiva en McGill fueron fundamentales para la importancia emergente de los conceptos alquímicos, como lo fueron Soddy y las confirmaciones de Ramsay en Londres de que el helio fue creado por transmutación. Incluso Ramsay se esforzó por transmutar artificialmente un elemento, publicado por primera vez en 1907.
Todo esto inició un frenesí alquímico que culminaría con la exitosa transmutación artificial de nitrógeno que hiciera Rutherford en 1919 en el Laboratorio Cavendish. El primer trabajo del químico nuclear del estadounidense Ernest O. Lawrence (1901-1958) en Berkeley, en la Universidad de California, con ciclotrones en la década de 1930 también fue crucial. Las conferencias, libros y artículos de Ramsay y Soddy dirigidos a un público más amplio, que luego veremos con más detalle, animaron a éste a hacer interpretaciones alquímicas de “la nueva ciencia”, una “nueva ciencia” que acaparaba todo el interés en Gran Bretaña y los Estados Unidos. A la vez, insistimos, en esos dos países había florecientes movimientos ocultistas esforzados en posicionar a la alquimia como una de las ciencias herméticas más importantes. Sus traducciones y numerosas publicaciones de textos alquímicos clave ayudaron a lanzar unas nuevas “Historias de la Química” que, todas ellas, incluían capítulos específicos sobre alquimia y que también alimentó el interés público por el tema. Hay que aceptar la permeabilidad entre la Física y la Química, como disciplinas, en aquellos años de la misma manera que hay que reconocer la existencia de la misma permeabilidad entre la ciencia y el ocultismo. Incluso, como veremos, hasta la Economía sufrió de unos límites borrosos entre ella y la ciencia por culpa de la alquimia. Eso por no hablar de la alquimia como causante, incluso de replanteamientos religiosos nacidos a partir de especulaciones para la “nueva comprensión” de la materia y la energía[6].
Quizás fue clave, en este escenario de débiles fronteras entre distintos tipos de conocimientos, el hecho que la sucesión de descubrimientos no fue acompañada, con idéntica rapidez, de una teorización de la radioactividad por parte de los propios científicos, o que dicha teorización tuviera un carácter efímero, en espera de su confirmación posterior, debido a la rápida sucesión de acontecimientos (descubrimientos). Recordemos que no bastaba que Soddy enfatizara su inmediato reconocimiento del significado de “transmutación” en su experimento; más bien esto, o declaraciones similares, tuvieron un efecto contrario, o positivo para los ocultistas, que veían así cómo se mantenían las puertas abiertas. Soddy decía que él estaba “siempre ocupado con la transmutación. Es natural: soy químico”. Pero además, también contribuyeron a esas “puertas abiertas” dos cosas que se unían. Por un lado, el hecho que cada científico mantuvo su sentido de lo que propiamente le concernía y de sus propias técnicas experimentales. Por otro, el hecho que cada físico, o cada químico fuera consciente, mientras guardaban la identidad de su campo propio, de ser capaz de colaborar entre sí y producir así conclusiones que podían no haber existido en su campo individualmente. Volvía a decir Soddy: “Yo sólo quiero mostrar cómo trabajaron nuestros cerebros; el mío en la transmutación y los gases, el de Rutherford en el Torio y en la emisión de rayos Alfa” [7]. Rutherford luego dejó la zona de despachos de su laboratorio McGill para los laboratorios de física de Manchester y Cambridge, mientras que Soddy se fue a unirse a los departamentos de química en Glasgow, Aberdeen y finalmente en Oxford. Si entre campos científicos no había reparos en dejar abiertos los límites de las disciplinas para obtener mejores resultados, no había autoridad alguna que pudiera pedir a los ocultistas que hicieran lo mismo.
[1] Segrè, E., From X-Rays to Quarks: Modern Physicists and Their Discoveries, Berkeley, The University of California Press, 1980; Keller, A., The Infancy of Atomic Physics: Hercules in His Cradle, Oxford, Oxford University Press, 1983.
[2] Galison, P., Image and Logic: A Material Culture of Microphysics, Chicago, The University of Chicago Press, 1997.
[3] Weart, S. R., Nuclear Fear: A History of Images, Cambridge, Harvard University Press, 1988.
[4] Henderson, L., Duchamp in Context: Science and Technology in the Large Glass and Related Works, Princeton, Princeton University Press, 1998.
[5] Perteneció a The Society for Psychological Research, la Theosophical Society, y a una asociación de investigación paranormal llamada simplemente “The Ghost Club”.
[6] Gieryn, Th. F., “Boundary-Work and the Demarcation of Science from Non-Science: Strains and Interests in Professional Ideologies of Scientists”, The American Sociological Review, 48:6 (Diciembre 1983), 781–795. Hess, D. J., Science in the New Age: The Paranormal, Its Defenders and Debunkers, and American Culture, Madison, University of Wisconsin Press, 1993.
[7] Howorth, M, Pioneer Research on the Atom: Rutherford and Soddy in a Glorious Chapter of Science: The Life Story of Frederick Soddy, Londres, New World Publications, 1958, 82-84.
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