Diego de Torres, hijo de un humilde librero salmantino arruinado por la Guerra de Sucesión, fue un hombre que se rebeló contra su destino de pobreza y sumisión y que encontró en la escritura su instrumento de rebeldía, al servicio de un moderno y entonces heterodoxo proyecto de felicidad individual, mundana, existencial. Para decirlo con sus propias palabras: «Fama, dinero y libertad, que es el chilindrón legítimo de las felicidades».
Su vitalidad desbordante, torrencial, le impulsó a tantear cuantos caminos vitales se abrieron a su paso, y su ser se multiplicó en mil gestos y guiños y se confundió en el desconcierto de múltiples rostros, a veces contradictorios. Le tocó además vivir en tiempos conflictivos, en los que la vieja mentalidad dogmática se debatía enconadamente frente al avance de la modernidad histórica. Fue una época generadora no solo de batallas sin tregua, sino de dudas, ambigüedades y aun contradicciones, inevitables cuando dos culturas se enfrentan pero conviven, y el socavamiento del sistema de valores aún dominador no va simultáneamente acompañado por la consolidación de otro nuevo de contrastada certidumbre. La posición de Diego de Torres Villarroel ante esta encrucijada histórica ha estado siempre plagada de malentendidos.
Infancia feliz, adolescencia turbulenta, porvenir incierto
«Yo nací entre las cortaduras del papel y los rollos de pergamino de una casa breve del barrio de los libreros de la ciudad de Salamanca», escribe en su autobiografía. No se ha podido documentar la fecha de su nacimiento, pero sí la de su bautismo: el 18 de junio de 1694 en la ya desaparecida parroquia salmantina de San Isidoro y San Pelayo.
En lo que podemos llamar la etapa preliteraria del autor transcurren años más ricos en vivencias que en bagaje cultural sólido: una infancia que se adivina libre y feliz pese a las estrecheces familiares, los castigos en la primera escuela y las inquietudes que la Guerra de Sucesión trajo hasta Salamanca, incluida la ruina y liquidación de la librería familiar. A los primeros latines en el pupilaje de Juan González de Dios, maestro siempre recordado con respeto y afecto, siguieron los estudios universitarios de las llamadas «Escuelas Menores», tras obtener una beca de retórica en el Colegio Trilingüe (1708-1713); la bulliciosa entrega a las diversiones y desmanes estudiantiles, bordeando a veces los límites de lo permisible, en una adolescencia y primera juventud de vitalidad turbulenta que pesarán como una losa sobre sus posteriores esfuerzos para dignificar su imagen.
El episodio que culmina y cierra este período fue su famosa escapada a Portugal. Andaría Diego entonces por los 19 años. En su autobiografía el autor escatima las fechas, que además no siempre son precisas, y altera a veces el orden de los hechos. Pero podemos documentar su salida del Trilingüe en diciembre de 1713, y debió de iniciar su aventura portuguesa pocos días después, en enero de 1714. La escapada fue tal vez consecuencia de uno de los aludidos excesos, tal vez exploración aventurera en busca de caminos para ganarse la vida. Su incomprobado y dudoso anecdotario (sacristán de ermitaño, curandero, bailarín, soldado, desertor, acompañante de una cuadrilla de toreros…) ha marcado indeleblemente su imagen folclórica, que tan frecuentemente ha suplantado su auténtica personalidad como escritor.
Tras el regreso, se suceden los signos de un decidido propósito de la enmienda: el ingreso en el subdiaconado (1715) por presión de su padre, que le exige sentar la cabeza y aspira en vano a colocarlo en un beneficio eclesiástico; la continuación de los estudios universitarios, con el contratiempo de la breve e injusta prisión que sufre (1717) por inmiscuirse en la batalla que dominicos y jesuitas mantenían en la Universidad a propósito de la alternancia de las cátedras; el despertar de una inquietud científica (o una cada vez más urgente búsqueda de salidas profesionales) que le empuja a lecturas dispersas e inevitablemente rancias al principio, de la filosofía a la alquimia, de la medicina a la astrología y las matemáticas, sin maestros capacitados que lo orienten ni libros modernos a su alcance.
La lucha para escapar a la pobreza ligada a su origen llevará aparejada una existencia conflictiva, en permanente confrontación con una sociedad cerrada en sus prejuicios. Pero la personalidad que se va forjando en esta etapa lleva adheridos al instinto y a la conciencia los recursos necesarios: individualismo indomable, afán irreductible de independencia, inapagable sed de celebridad, vitalidad que no se resigna a renunciar a nada. Rasgos todos que le impulsan a descartar las vías alternativas de sumisión previstas por el sistema para encauzar las energías de los rebeldes contra su destino originario: la Iglesia, a la que su padre pretendió inútilmente dirigirlo entonces; la milicia, de la que desertó en Portugal nada más probarla; el servicio en los escalones ínfimos del Estado.
En 1718 comienza a atisbar su rumbo y a tantear sus armas de combate. Publica su primer Almanaque, hallazgo decisivo para su futura independencia económica y su alianza con el público, sin renunciar a construirse paralelamente una personalidad intelectual y socialmente respetable: 1718 es también la fecha de su primera y provisional vinculación docente a la universidad salmantina, como profesor sustituto de la cátedra de Astrología y Matemáticas, vacante desde tiempos inmemoriales por su paupérrima dotación. Mas no consigue que se la saquen a oposición para ocuparla en propiedad. El recuerdo de sus no lejanas turbulencias juveniles fue en esta ocasión el argumento esgrimido para cerrarle el paso.
Estancia madrileña y oficio de escritor
Era el momento de lanzarse a la conquista de la Corte. La aventura madrileña (1720-1726) le conduciría a una primera etapa de madurez, en la que su personalidad queda ya conformada en sus perfiles básicos.
La penuria de los primeros meses, evocada en varios textos, se resolvería al cabo en bienestar y celebridad ante el éxito de sus Almanaques o Pronósticos. La condesa de los Arcos, a la que seguramente había conocido en Salamanca, y en cuyo domicilio ocurrió el famoso episodio de los duendes relatado en Vida, lo introduce en algunas casas de la nobleza. En ellas pasa como huésped largas temporadas, como se comprueba por las dedicatorias de los almanaques, y asiste a las tertulias en las que desde fines del XVII se debatían las novedades científicas y filosóficas. Además, en el Hospital General reanuda y amplía sus estudios de Medicina. En el Prólogo al Almanaque para 1722 deja testimonio de este contacto con una ciencia y un pensamiento distintos a los que dejó en la universidad: «…allá en las universidades, engañados en continuas precisiones y entretenidos en la confusión de indivisibles, y entes de razón, y universales, solo nos enseñan una lógica metafísica con que dar gritos. Y aquí habita la praxis de las ciencias, y sus más selectos profesores dedican el entendimiento a la inquisición de sólidas verdades».
Finalmente, y sobre todo, publica sus primeras obras mayores, destinadas a labrarse un prestigio intelectual que sirviera de contrapeso docto al progresivo éxito popular del Gran Piscator de Salamanca, nombre con el que firma sus pronósticos.
En 1724, dos años antes de que Feijoo alumbre el primer tomo de su Teatro crítico, publica Viaje fantástico (cuya ampliación dará lugar en 1738 a Anatomía de todo lo visible e invisible), donde se sirve del marco onírico para traducir a síntesis divulgadora el modelo de los Compendia científicos, muy sujeto aún a los saberes escolásticos, aunque no falten destellos de la nueva mentalidad. De profunda y sorprendente originalidad es Correo del otro mundo (1725), otro sueño (convertido en moderna novela de introspección) en el que vierte una sugerente autorreflexión sobre su trayectoria personal y su actitud ante el pensamiento, la ciencia y la moral. De 1726 es El ermitaño y Torres (continuado el mismo año con La suma medicina o piedra filosofal del ermitaño), donde exhibe sus conocimientos de farmacopea, se distancia de los principios alquímicos -al tiempo que los divulga- y opina sobre autores y libros. Algunos opúsculos de menor entidad amplían su labor divulgadora y reafirman su alianza con el público. No habrá materia ajena al interés de este profesor de masas, cuyos no siempre ortodoxos saberes conviven con una inagotable capacidad de diversión y de burla.
Mas no hubo tiempo para el sosiego complacido, sino para la defensa alerta de la posición recién conquistada y ya amenazada. Correo del otro mundo ofrece el testimonio vivo de unos tiempos de encrucijada, tanto en la batalla personal de Torres por su independencia como en el proceso de penetración de la ciencia y el pensamiento modernos.
Hasta la llegada del Piscator de Salamanca, el negocio de los almanaques estaba dominado por completo por el Gran Piscator Sarrabal de Milán, del que era beneficiario el Hospital General, que recibía una cantidad fija del editor Juan de Ariztia. Este, que vio disminuir sus ganancias por la aparición de un fuerte competidor, se amparó en la Junta de Hospitales para obtener del Real Consejo la prohibición de que se publicaran nuevos almanaques. Torres, que veía tan prematuramente clausurada su recién descubierta mina de oro, luchó a golpe de memorial para conseguir del nuevo rey Luis I el levantamiento de la prohibición. El almanaque para 1724, que debería haberse puesto a la venta a finales de 1723, no recibió las licencias hasta marzo de 1724. Ironías del destino, el público quiso ver pronosticada la muerte del joven rey en una de sus reiteradas predicciones, infalibles a fuerza de vaguedad. Tal vez fuera esta: «Se muda el teatro en salón regio. Muertes de repente que provienen de sofocaciones del corazón y algunas fiebres sinocales con delirio». El Piscator salmantino fue elevado a la cumbre de su celebridad. No se resignaron el editor Ariztia y el Hospital General, que al volver al trono Felipe V solicitaron un privilegio de exclusividad, a principios de 1725. Diego tuvo que desplegar toda su habilidad para esquivar el nuevo obstáculo, reproducido una vez más en febrero de 1726 con la renovación del privilegio del Sarrabal, hasta la definitiva solución favorable en noviembre del mismo año.
Pero al mismo tiempo se habían abierto otros frentes de batalla. La supersticiosa repercusión popular de la supuesta «predicción astrológica» del Piscator salmantino atrajo la crítica de intelectuales de peso como Feijoo y el médico Martín Martínez. Con este se vio envuelto en la más sonada de sus numerosas polémicas autodefensivas. Y como la celebridad suscita por doquier envidias y recelos, le llueven ataques y libelos de todas partes. No falta quien atribuye sus «adivinaciones» a una positiva intervención del demonio. Este desplazamiento al plano de la heterodoxia religiosa de una actividad que era pura diversión y negocio fue lo más temeroso para Torres, que parece que en algún momento llegó a considerarse en verdadero peligro, dadas las circunstancias de aquel momento en el enfrentamiento, que se arrastraba desde principios de siglo, entre el conservadurismo escolástico y sus adversarios innovadores.
En efecto, coincidiendo también con la crisis política de 1724 -abdicación de Felipe V en su primogénito Luis I e inesperada muerte de este apenas siete meses después-, la lucha entre inmovilistas e innovadores adquiere un sesgo más duro. En 1724 fueron encarcelados, juzgados por la Inquisición y condenados por judaizantes los médicos novatores Diego Mateo Zapata y Juan Muñoz Peralta, destacados luchadores contra la ciencia escolástica (ambos fundadores de la Regia Sociedad de Medicina de Sevilla), pero también personajes influyentes en la Corte, como médicos de la familia real y con amplias relaciones en los círculos aristocráticos. Torres no debió de ser ajeno al temor suscitado por estas condenas, llamativas por el rango intelectual y social de los afectados, pero englobables en un proceso general de recrudecimiento de la persecución antijudaica desencadenado desde el comienzo de la década. Curiosamente, en los autos de fe documentados por Julio Caro Baroja en este período aparece con cierta frecuencia el apellido Torres. Mas no se trata de sopesar indicios para confirmar o rechazar el nunca comprobado origen judeoconverso de Torres, que en sí mismo nada importaría. Lo importante es que sus enemigos lo acusaron de tal y convirtieron la sospecha en agravio-amenaza permanente, que nunca falta en el repertorio de insultos que su destinatario llegó a escuchar como familiar y aburrida letanía.
En fin, Torres consiguió esquivar las fuertes embestidas, e incluso se recreó en la suerte. Sacudimiento de mentecatos (1726) fue un desahogo de autobiografismo desatado; una confesión de contundente y provocativa sinceridad, que proclama desafiante ante el mundo un sistema individualista de valores, centrado en el gozo de la vida, con resonancias subversivas de intensidad no igualada en otras páginas de las obras mayores del autor.
Fue seguramente este exceso el que provocó la caída. Su incontrolable independencia lo convierte en huésped molesto de la Corte, y recibe poderosas presiones para abandonarla y orientar su vida profesional por cauces más tradicionales y menos libres. La inteligencia diplomática de quien representó al poder en aquella ocasión (el obispo de Sigüenza, presidente del Real Consejo de Castilla) hizo incruenta su derrota. Pero el salmantino vivió su expulsión de Madrid como si lo hubieran desterrado del paraíso.
Catedrático en Salamanca y escritor célebre
En octubre de 1726 Torres regresa a Salamanca para ganar tumultuosa¬mente las oposiciones a la cátedra de Matemáticas e iniciar unas relaciones perpetuamente tormentosas con el claustro universitario. Él las describe así al final del quinto trozo de su autobiografía, con su habitual lucidez y su capacidad de autoburla: «Yo disculpo en la Universidad el poco amor con que me ha tratado. Lo primero, porque yo soy en sus escuelas un hijo pegadizo, bronco y amamantado sin la leche de sus documentos. […] Lo segundo, porque mi temperamento y mi desenfado es enteramente enemigo de la crianza y el humor de sus escolares, porque ellos son unos hombres serios, tristes, estirados, doctos… y yo soy un estudiantón botarga, despilfarrado, ignorante, galano, holgón, y tan patente de sentimientos que, siempre que abro la boca, deseo que todo el mundo me registre la tripa del cagalar.»
El pobre estudiante manteísta que de ella había salido vuelve para irrumpir con su celebridad, su vitalismo, su holgura económica, su independencia y su antiescolasticismo en aquel coto exclusivo de las todopoderosas órdenes religiosas y los colegios mayores, y se atreve a perturbar la «plácida modorra» de sus «orgullosos moradores».
Nuevas obras importantes se suceden de inmediato. Tal vez hay afán de venganza en el retablo crítico que de Madrid ofrece en las tres partes de Visiones y visitas de Torres con Don Francisco de Quevedo por la Corte (1727-1728), el más famoso de sus sueños . A la misma modalidad pertenece La Barca de Aqueronte, que ya estaba compuesta en 1731, aunque no se publique -mutilada de los capítulos críticos más comprometidos- hasta 1743. La línea de divulgación culmina en 1730 con Vida natural y católica, compendio de su visión armonizadora de hombre y naturaleza, cuerpo y alma, ciencia y fe. Prolongación ejemplificadora del libro anterior es en cierto modo Los desahuciados del mundo y de la gloria (1736-1737), que cierra el ciclo de los sueños y aun de las obras mayores, con la excepción de la Vida.
Torres había evolucionado en un proceso de progresiva permeabilidad al pensamiento y corrientes científicas modernas. Sin embargo, puede advertirse que en adelante ya no siguió avanzando por el camino abierto de la nueva ciencia en la medida de lo esperable, a juzgar por los antecedentes y por las posibilidades que posteriormente las nuevas actitudes del poder político fueron abriendo. Su prudencia tuvo un cierto sabor a derrota.
Sobrevivir a las derrotas
Y es que, para él (como antes para algunos novatores), la conflictividad dejó de ser intelectual y abstracta para cebarse en su personal existencia. No sólo intelectual, sino personalmente se había enfrentado Torres con la poderosa ciencia oficial, encarnada en el claustro de su propia universidad y en algunas de las órdenes religiosas que la dominaban. Sus adversarios más enconados y vengativos nunca se lo perdonaron.
El primer revés verdaderamente serio que sufre Torres es su severo e injusto destierro a Portugal de 1732 a 1734, sin juicio ni posibilidad de defensa, por la mera circunstancia de encontrarse en compañía de su gran amigo el aristócrata Juan de Salazar, cuando este hirió a un clérigo en una discusión. Desde Portugal clama su inocencia, sumido en una profunda crisis. Allí decide escribir su Vida, para que sirviera de autorreivindicación primero, y luego como broche final a un primer intento de recopilación de sus obras que inicia en 1738.
El texto de la Vida testimonia a las claras en 1743 la recuperación de Torres y su renovada vitalidad. Pero en el mismo año un edicto de la Inquisición ordena retirar y expurgar Vida natural y católica, aparecida trece años antes con todas las autorizaciones legales. Los indicios existentes apuntan a que fueron los jesuitas Bazterrica (colega de Torres en el claustro universitario) y Casani, miembro del Santo Oficio, los principales impulsores del proceso.
Esta nueva, gravísima y temerosa derrota ante sus enemigos empujó a Torres a una larga y terrible depresión (descrita en el trozo V de la Vida), seguida de una apoplejía, que minó su naturaleza, quitó aliento a su capacidad creativa, lo llevó al sacerdocio (1745) y cambió sustancialmente su vida.
La reacción de Torres ante estas adversidades confirma los resortes que impulsan su autobiografismo permanente, que ya había producido su primer gran logro en la crisis de 1724-1726 reflejada en Correo del otro mundo. En los momentos más comprometidos de la batalla, cuando lo que estaba en juego era la supervivencia de su proyecto vital, actuó siempre del mismo modo: revisar su trayectoria y examinar su conciencia, registrarse el ser por fuera y por dentro para ofrecer en su defensa la verdad de sí mismo. Concibió la Vida en la amargura de su injusto destierro en Portugal, cuando suplica al rey en un memorial que le ordene escribirla, para que le sirva de defensa en el juicio que no tuvo. Tras la condena inquisitorial de 1743, no solo amplía la Vida con una nueva entrega que da cuenta del episodio, sino que se prepara para responder con la reafirmación y exhibición de su entero ser: la edición de los catorce tomos de sus Obras Completas (1752).
En adelante sólo escribirá la última entrega de la Vida, algunos breves opúsculos y los imprescindibles almanaques, hasta que son definitivamente prohibidos en 1767, precisamente cuando al anciano y ya acabado Piscator salmantino le atribuyeron otra sonada «profecía»: el motín de Esquilache. Como le atribuyeron apócrifamente, después de su muerte, la predicción de la Revolución Francesa. Torres nunca escribió la famosa copla («Cuando los mil contarás / con los trescientos doblados / y cincuenta duplicados, / con los nueve dieces más…» etc.), glosada en el escrito Calamidades de Francia pronosticadas por el Dr. D. Diego de Torres. Copla y glosa se escribieron obviamente con posterioridad al suceso, y se imprimieron entre 1792 y 1795, además de circular manuscritas.
Quedaba definitivamente cerrada una obra sólo en apariencia abigarrada y heterogénea, pues le confiere profunda unidad un yo omnipresente dotado, aun en su complejidad, de una coherente visión del mundo y del hombre. El sucinto repaso anterior permite percibir las modalidades genéricas dominantes: la autobiografía, con afluentes que desde todos los demás textos confluyen en la Vida; los almanaques o pronósticos, género de marcados perfiles propios, pero conectado a los demás apartados por su autorreferencialidad y su variedad de contenido; el ciclo de los sueños, de suma relevancia en el conjunto por la consistencia y originalidad de las obras que lo integran; la poesía y el teatro; la divulgación, con Vida natural y católica como obra central y, en torno a ella, una multitud de opúsculos sobre variadísimas materias; los escritos polémicos. Cabe añadir, finalmente, dos hagiografías.
Torres tuvo que lidiar hasta el final con la inquina del claustro universitario, que intentó inútilmente negarle el derecho a jubilarse en 1750 y se opuso después, en una última y larga batalla (1758-1762) a su proyecto de crear, junto a su sobrino Isidoro Ortiz, una academia abierta a todos los ciudadanos, dedicada a impartir enseñanzas prácticas de matemáticas aplicadas a distintos oficios, en la línea de otros centros semejantes que la iniciativa ilustrada estaba promoviendo en otras ciudades.
Vivió sus últimos años en el Palacio de Monterrey, como administrador del Duque de Alba, rodeado de familiares a los que mantenía y volcado caritativamente en ayuda del Hospital de Nuestra Señora del Amparo. A fines de 1767, la repentina muerte de su querido sobrino Isidoro, que le había sucedido en la cátedra y en la fabricación de almanaques, y que había llenado en su vida el vacío del hijo que nunca tuvo, desgarró definitivamente su corazón. Murió el 19 de junio de 1770.
[Procedencia: el texto anterior refunde el apartado inicial del estudio introductoria a Vida, edición de Manuel María Pérez López, Salamanca, Edifsa, 2005]. (leer)
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Catálogo de estudios sobre Diego de Torres Villarroel (leer)
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