El nacimiento de una disciplina.
Siendo ésta una página cuyo contenido será tomado como inmerso en la Historia de la Ciencia, especialmente en la Edad Moderna, se hace necesario presentar un análisis y desarrollo, siquiera mínimo y a vuelapluma, sobre cómo la Historiografía (de la Ciencia, claro) ha visto dicho período. Pero aún más, para saber donde nos andamos, hemos de subir un nivel y esbozar el origen y puesta en marcha de la propia Historia de la Ciencia. Desde ahí, recorreremos el camino que ha seguido hasta su interés por el hermetismo y la alquimia, o por algunos de sus aspectos tangentes, como el neoplatonismo renacentista1.
Por supuesto, aquí, las consideraciones son extremadamente importantes, ya que han supuesto la existencia de muy agrios debates. Por ejemplo, cuestiones de método como el «externalismo» y el «internalismo», por citar alguno de los más recientes de la Historiografía de la Ciencia. Llevando este problema a la alquimia como objeto, hay que dejar claro que «ella» hubo de desenvolverse en el marco de unas coordenadas de ciencia y pensamiento que no pueden ser ignoradas. Al ser éste un examen externalista de aspectos también externalistas, lo interesante aquí es tratar de saber cuáles fueron dichas coordenadas y como fueron vistas por toda una serie de magníficos historiadores que se interesaron por uno de los períodos más espectaculares: la Revolución Científica, su naturaleza, sus raíces y sus elementos. Por otra parte, no deberemos caer en el error de confundir «externalismo» con «contextualización», ya que ésta última exige, a diferencia del primero, un conocimiento previo e «interno» de los textos, y de sus autores, para poder luego insertar correctamente la pieza en el mosaico. Ocurre frecuentemente que, al leer textos de Historia, notamos que la «pieza» no «encaja» a la perfección. Afortunadamente, hacer Historia no es sólo esto. Dado que el objetivo de este apartado es reflejar la posición correcta de la Alquimia dentro de la Historia de la Ciencia, se considerará, pues, la influencia mutua que existe entre el conocimiento del «objeto» y su inserción en un campo mayor (es decir: su contextualización). No es posible de otra forma, ya que ambos elementos surgen de esa labor conjunta, siendo cada vez mejor observados. No podemos saber qué estamos estudiando-investigando-descubriendo si no conocemos su «entorno»; así mismo, dicho entorno no puede ser comprendido en su totalidad si extraemos del análisis el objeto a insertar. Este problema es el que salió a la luz, conscientemente o de forma imprevista, en la Historia de la Ciencia, siendo llamado debates historiográficos en torno a…, expresión que tanto gusta hoy a los historiadores. Ya existía, digo, en el pensamiento de algunos de ellos hacia los años veinte, alcanzando su máxima expresión en los cincuenta. Pero vayamos paso a paso.
Otra importantísima cuestión ha sido la originada por la presencia de la Filosofía de la Ciencia, un término usado demasiado alegremente. También, como ocurrió en la Historiografía, han sido científicos los que se aventuran a filosofar sobre la Ciencia. El caso de Thomas F. Kuhn fue el más notorio, pasando de historiar sobre la Ciencia a filosofar sobre ella, como él mismo reconoció:
«El resultado fue un cambio drástico en mis planes profesionales, un paso de la Física a la Historia de la Ciencia y, luego, gradualmente, de los problemas históricos relativamente íntegros a las inquietudes más filosóficas que me habían conducido, inicialmente, hacia la Historia»2
Hay que ser sumamente cuidadoso cuando se relacionan dos funciones superiores de la Cultura, como son la Filosofía y la Ciencia, con la Historia, ya que, en los elementos que componen esta relación tripartita hay cosas comunes y no comunes. La Filosofía, comparada con la Ciencia, tiene en común, principalmente, el objetivo de determinar de forma clara sus valores teóricos (fundamentalmente la Verdad3) y una actitud racional cognoscitiva. Filosofía y Ciencia se separan en la tendencia de la primera al todo. La Ciencia acota una parcela del mismo y se dedica a lo delimitado en ella, aunque últimamente la tendencia sea inversa; el filósofo es «universalista» y el científico «especialista».
Respecto de la Historia, como actitud científica, también se diferencia de la Filosofía. Ambas pueden tratar el mismo objeto, pero con una disposición divergente. Al filósofo de la historia le interesa el destino, el sentido, y si la Historia tiene, o no, un motor único. Creo necesario exponer todas estas consideraciones aquí, habida cuenta que, en el fondo, son los caminos por los que se han movido los historiadores de la Ciencia Moderna que vamos a ver a continuación. No obstante, este tema es susceptible de un más amplio desarrollo. Será hecho, de forma sólo expositiva, en un anexo a este apartado. No es posible establecer la posición de un Ernst Cassirer o de un William Dilthey como historiadores si no conocemos su lugar como filósofos.
Para definir aún más sus rasgos generales, diré que gran parte de la Historiografía de la Ciencia de este siglo se centró en el estudio de los siglos XV, XVI y XVII. En ellos se dio el hecho más interesante como objeto de estudio en este campo: el conocido como «Revolución Científica». A ojos de cualquier historiador, es el más claro exponente de una ruptura, alteración, o cuento menos, discontinuidad en un proceso que ya ha dejado de ser visto por la mayoría como una sucesión acumulativa y progresiva de éxitos científicos, tal y como se pretendió cuando aún el positivismo no estaba superado y dominaba omnipresente el panorama. Sea lo que fuere lo que ocurrió y los elementos que entraron en escena, interviniendo activamente, lo cierto es que el Mundo (Hombre y Naturaleza) del siglo XVI y el de fines del siglo XVII eran distintos «casi» por completo.
Cómo fue dicho cambio y qué ocurrió son dos cuestiones que son básicas y sus respuestas han suscitado debates muy enriquecedores, insisto, así como han provocado el origen de tendencias, con unos defensores brillantes y tenaces. Todo ello será lo que trataré más adelante. La razón de centrarme en este análisis es que, del mismo centro de dichos debates surgirá uno diferenciado por sí mismo, que es el que interesa en este trabajo: el suscitado por establecer la relación entre magia y ciencia, el dominio de una sobre otra (en unos desequilibrios estables y duraderos) en la Edad Moderna hasta el fin de la Revolución Científica. Para el resto de cuestiones problemáticas, excepto las cronológicas (a cuyos protagonistas me remito) y las de demarcación del ámbito de las disciplinas (Ciencia-Filosofía-Historia), hemos de consultar las cuestiones historiográficas y metodológicas que expusiera Kuhn.
Hemos de comenzar el contenido por Augusto Comte.
A pesar de no verse lo más mínimamente interesado por los problemas del historiador, pidió, en el año 1832, al ministro galo Guizot que se crease una cátedra de «Historia General de las Ciencias». Es el inicio de esta disciplina. Pero dicha cátedra no sería una realidad hasta que pasasen sesenta años exactos. Se radicó en el Collége de France, siendo Pierre Laffitte quien la ocupase hasta el año 1903, el mismo año en que murió y sin que las autoridades entendiesen muy bien qué era eso de «Historia de las ciencias».
Si este fue su nacimiento institucional, podemos decir que la moderna historiografía de la ciencia empieza a tener una entidad suficiente en la figura de Alexander Koiré, un historiador cosmopolita, políglota y de formación enciclopédica, salvando las distancias de su insigne antecesor, Paul Tannery.
El término «Revolución Científica» fue introducido por primera vez por Alfred Rupert Hall en el año 19544, justo cuando se iniciaban las discusiones acerca de la definición del mismo. Hoy, su libro es un clásico anglosajón sobre la cuestión y es frecuente encontrar su referencia en la bibliografía de muchos programas universitarios. En realidad es un análisis sobre lo que fue la búsqueda de una nueva Filosofía de la Naturaleza.
Para Hall, elementos nuevos, como el problema de la causa, la nueva visión acerca del movimiento, ya ajena al aristotelismo que imperó hasta entonces, y ciertas influencias técnicas fueron determinantes en la «ruptura». Esta consideración, la del «rupturismo» no es sino una de las dos posiciones que han dominado el panorama entre los historiadores de la ciencia. Dicha posición nació y se consagró gracias a la imagen del Renacimiento ofrecida por Jakob Burckhardt en 1860, cuando publicó su Die Kulture der Renaissance in Italien. Su influencia fue de tal magnitud que se hizo indispensable referencia en las líneas historiográficas posteriores, tanto para las que se situaron a su favor como para aquéllas que lo hicieron en contra. Para Burckhardt, el Renacimiento es visto, simplemente, como un período histórico con entidad propia y diferenciada, especialmente de la Edad Media.
Por tanto, el nacimiento de la moderna historiografía de la ciencia tuvo lugar bajo el signo del citado rupturismo, ya que /ruptura/ era el término más apropiado para definir lo ocurrido en la Revolución Científica. Sin embargo, Burckhardt, de forma paradójica, dejó un hueco en su obra al tratar las ciencias y el pensamiento renacentista como grupo de estudio. Cuando debiera entrar en su análisis, se para en seco y, sin ningún tipo de rubor, nos remite directamente a las escasas obras especializadas que circulaban entonces sobre esa cuestión5. La influencia de la visión renacentista cayó en picado hacia 1910, momento en que «nació» una corriente de oposición a la misma de manos de Pierre-Maurice-Marie Duhem (1861-1916).
De erudición monumental, protagonizó célebres disputas en el campo de la física y de la química, defendiendo la metodología de la ciencia como norte de todo historiador interesado en la historia de la ciencia. Es decir, reclamaba una finalidad, para lo cual llamó a su presencia a la contextualización como medio más apropiado. En fin, esta corriente es conocida como «continuista» y alcanzó su cenit en los años 30.
El continuismo, que hace referencia principalmente a cuestiones científicas, se inscribe dentro de otro movimiento historiográfico más amplio, también surgido a principios de siglo, llamado por Wallace K. Ferguson «la revuelta de los medievalistas»6. Aquí se reivindicaba para la Edad Media, respecto del Renacimiento y Edad Moderna, los valores propios que Burckhardt les había negado. Por supuesto, el talante neo-positivista de esta postura es lo más característico. No obstante, nunca el bloque de los continuistas fue homogéneo, motivo principal de que sucumbiera ante los ataques rupturistas.
Podemos diferenciar tres posturas entre los continuistas:
- Aquéllos historiadores que retrotraen aspectos señalados por Burckhardt como propios del Renacimiento hasta algún momento de la Edad Media. Por ejemplo, Ch. H. Hanskins(Hanskins, C. H., Studies in the History of Mediaeval Science, Cambridge, Cambridge University Press, 1927) y F. F. Walsh, que situaron los orígenes del Renacimiento en los siglos XII y XIII respectivamente. También E. Gilson (Gilson, E., L’esprit de la philosophie naturelle, París, Gallimard, 1932), quien vio en la Edad Media un «humanismo» continuador del espíritu clásico y anticipo del renacentista.
- Los autores que ven en el Renacimiento características plenamente medievales, como L. von Pastor, G. Toffanin y Ch. Dejob.
- Por último, están los autores que, no hallando características diferenciadas entre la Edad Media y Renacimiento, fusionan ambas épocas en un solo proceso. O, en el mejor de los casos, ven en el Renacimiento la decadencia de la Edad Media, su «otoño», como fue llamado por J. Huizinga, tesis compartida por R. Stadelmann.
Merece la pena poner un ejemplo más explícito. Veamos qué dijo Gilson:
«La diferencia entre Renacimiento y el Medievo no es una diferencia por suma sino por sustracción. El renacimiento, tal y como nos lo han descrito, no fue el Medievo más el Hombre, sino el Medievo menos Dios; y la tragedia es que perdiendo a Dios, el Renacimiento perdía también al Hombre.»9
Presentadas las posiciones iniciales (rupturismo-continuismo), veamos su evolución, ya que de una de ellas surgirá el interés historiográfico por el hermetismo y la alquimia. Con Pierre Duhem a la cabeza, el continuismo vería reforzadas sus posiciones de la mano de otros dos importantes historiadores. Uno fue Aldo Mieli, un buscador del origen y las relaciones de los descubrimientos10, además de fomentar en su país la institucionalización de la Historia de la Ciencia11.
El segundo fue su amigo y colaborador Pierre Brunet. Ambos realizaron y publicaron trabajos que demuestran su categoría, incluso parecen más el resultado fructífero de un rato de ocio que una ágil labor investigadora12. Otro enconado continuista fue el pródigo Georges Sarton (1884-1956), de formación comtiana y de estricto criterio cronológico13, contribuyó, como Mieli, a la institucionalización de esta nueva disciplina.
En su dilatada actividad, nos dejó obras imprescindibles, como su monumental Introduction to the History of Science14. Pero el punto álgido del continuismo, su máxima expresión, la abanderó otro erudito, Lynn Thorndike15. Su importancia en este apartado radica en que, con él se iniciará el debate magia-ciencia, cuyo punto de partida tuvo su origen en el momento más acalorado de las posiciones defendidas por continuistas y rupturistas, siendo Thorndike el nexo entre ambos debates.16
Thorndike, pues, marcó un punto de inflexión. Los continuistas seguían reivindicando una revalorización de la ciencia medieval, aunque las posturas hubieron de ser matizadas, especialmente en cuestiones como «método científico». Éste ya no era visto como un bloque monolítico de acción, sino como algo conformado por partes diversas y distintas. Tal fue la idea manifestada por A. C. Crombie, en los años cincuenta, quien analizó las «transformaciones» sufridas por la ciencia durante seis siglos, los que van desde el siglo XII al XVIII17. Podemos hacer un rastreo historiográfico de la nueva posición defendida por Crombie, ya que hay autores que se expresaron de forma semejante desde unos años antes. Así, John Hermann Randall Jr., que situó el centro decisivo de las aportaciones metodológicas en Padua, núcleo del aristotelismo renacentista18, no duda en concebir el «método científico» como algo cuarteable y recomponible. También James A. Weisheipl, quien afirmó que los principios sobre la que se desarrollaría la labor científica del siglo XVII ya fueron introducidos por el escolasticismo medieval, especialmente por la teoría física de la naturaleza expuesta por Alberto Magno y Santo Tomás19. A este grupo de historiadores con un punto de vista tan definido pertenece también Ralph M. Blake, defensor de la heterogeneidad de los elementos a considerar en el estudio de la ciencia renacentista, situándose, así, como un continuista «light»20.
Cierra el grupo el gran medievalista Edward Grant. En sus trabajos estableció puentes curiosos, como el valor que otorgó a los traductores medievales de obras griegas, a los que llega a situar como imprescindibles para la existencia del Renacimiento, mucho más para la Revolución Científica21.
Pero a la ola continuista que protagonizaron los medievalistas y su «revuelta», le surgió una oposición, un «neo-rupturismo», o, como lo ha llamado el profesor Beltrán22, la «revuelta de los renacentistas». Estos historiadores ya no defienden la estricta imagen del Renacimiento defendida por Burckhardt23, sino que la matizarán, cada uno a su manera. La mayoría de ellos serán seguidores de las líneas de Alexander Koiré y aceptarán el concepto /progreso/, aunque, a diferencia de los rupturistas originales, no ven en él la linealidad ni el carácter acumulativo que se le otorgó al principio. En el ejercicio de defensa de esta nueva postura, llevaron a cabo una nueva «revolución» en los planteamientos que dominaban entonces en la Historia de la Ciencia. Lo más importante es que su influencia llega a nuestros días, como veremos. El principal protagonista fue Thomas S. Khun y su evolución personal24. Si Koiré inició la actual historiografía de la ciencia25, Khun la desarrollaría; ambos, no olvidemos, bajo el signo rupturista. La postura de Kuhn ya la tenía bastante elaborada hacia los años cincuenta26 y no dudó en solicitar un esfuerzo común de los historiadores para lograr una nueva concepción de la Ciencia, que debía ser hecha, no como una evolución hacia lo que deseamos conocer, sino a partir de lo que conocemos. Tal solicitud fue recogida, aceptada y respondida de tal forma que contribuyó decisivamente en los actuales planteamientos de los historiadores de la ciencia.
En esta nueva corriente, de la que es difícil distinguir si es un nuevo rupturismo o una continuación sucedánea de las tesis burckhardianas (depende de la perspectiva con que se mire), se puede decir que fue William Dilthey su más inmediato seguidor. Entre sus filas encontramos, mayoritariamente, especialistas de la Historia de la Filosofía, del Arte y de las Ideas renacentistas. ¿Cuáles eran sus principios, sus marcos teóricos? Volvemos a Koiré, que los enunció clara y brevemente en 1961:
- Nunca el pensamiento científico ha estado separado del filosófico.
- Las revoluciones científicas quedan determinadas por cambios en las concepciones filosóficas.
- El pensamiento científico tiene un marco externo de ideas, principios y axiomas que, generalmente, se consideran propios de la filosofía27.
Este neo-rupturismo fue seguido por otro filósofo de la Historia, neo-hegeliano y gran renacentista, llamado Ernst Cassirer. Como Koiré, puso de manifiesto la importancia de la Historia de la Filosofía para la Historia de la Ciencia28. Como podemos ver, el elemento común aquí es la Historia, la causa de las discusiones. Nuestra disciplina, la Historia, especialmente la dedicada a la Ciencia, ha sido tachada en varias ocasiones de querer suplantar a la Filosofía de la Ciencia y de pretender anularla. Incluso hay quien ha afirmado que ya sólo hay Historia de la Ciencia, en detrimento de la Filosofía de la Ciencia. Pero observemos el giro dado: ahora el elemento común no es la Historia, sino la Ciencia29.
Fue a partir de los años treinta cuando los estudios historiográficos sobre el Renacimiento hechos desde el rupturismo proliferaron enormemente. Veamos quiénes fueron sus protagonistas, todos ellos especializados en la filosofía del renacimiento. El más notable fue Eugenio Garin, quien enfrentó brillantemente y con preceptos intachables, aspectos del Humanismo y del Renacimiento30.
Otro de ellos fue Paul Oskar Kristeller, quien renegó del carácter filosófico del Humanismo dentro del Renacimiento, limitando éste último a tan sólo algunos aspectos de erudición y filológicos, estableciendo las relaciones entre aristotelismo y ciencia31. A ellos se adhirió Cesare Vasoli, proponiendo una apertura nueva, crítica y metodológica en los estudios renacentistas32; D. P. Walkers, empeñado en que no hay que olvidar elementos como el hermetismo33 y Allen G. Debus, quien reivindicó, ya muy claramente, el estudio de las «ciencias ocultas» desde posiciones inexpugnables:
«Paracelso puede ser visto como un heraldo de la Revolución Científica […] Es importante tratar de no separar lo «místico» y lo «científico» cuando ambos están presentes en el trabajo de un único autor. Hacerlo así sería distorsionar al clima intelectual del periodo. Imponer nuestras distinciones al siglo XVII es ahistórico.»34
En este crescendo sobre la importancia del elemento magia como digno de estudio, fue la señora Frances A. Yates quién llevó todo al extremo, preconizando la supremacía de lo «místico» sobre lo «físico» en el Renacimiento35. Es curioso, el primer libro de alquimia completo conocido, el de Bolos de Mendes, escrito en el siglo II se titule «Physika kai Mystika», los dos términos claves sobre los que giró el debate que se planteará. Lo común de todos estos historiadores fue su defensa sin reservas del Renacimiento como entidad y objeto historiográfico innegable, ya que
«… de otra manera tendríamos que dudar de la existencia de la Edad Media y del siglo XVIII.»36
Dieron entrada fulgurante al Hermetismo (y, por extensión a la alquimia) como un elemento de estudio imprescindible a partir de los años 60. Su «centro de operaciones» fue el Wargburg Institute de Londres, con Francis Amelia Yates a la cabeza.
Si bien la importancia del Hermetismo ya fue señalada por Kristeller y Garin en sus obras, se puede decir que el pionero en esta cuestión fue Paolo Rossi, un defensor de la «unidad» de la ciencia respecto de sí misma y de su inserción en su ámbito temporal. Ejemplificó esta opinión cuando puso en relación a Francis Bacon con la tradición alquímica37. En efecto, Bacon (1561-1626) no desdeñó la posibilidad de la alquimia, aunque pensaba que era algo tremendamente difícil y complicado:
“Attamen tanta excercet humanum genus impotentia et intemperies, ut non solum quae feri non possunt, sibi spondeant, sed etiam maxime ardua, sini molestia aut sudore, tamquam feriantes, se adipisci posse confidunt.”38
A este grupo acabaron sumándose más tarde otros dos «grandes»: P. M. Rattansi, que siguió valorando la importancia del Hermetismo en la «nueva ciencia»39, y Charles Webster, estudioso de los aspectos socio-políticos y culturales ingleses en el espectacular siglo XVII40.
Ya hemos visto el camino que va desde la aparición de la Historiografía de la Ciencia, su posterior interés por el Renacimiento y, luego, por la Revolución Científica, hasta llegar al Hermetismo, todo ello con las distintas posiciones, separadas en tres etapas: rupturismo, continuismo y neo-rupturismo. Con la entrada del Hermetismo, y casi coincidiendo con la última etapa se originará otro debate, como he dicho, centrado en las relaciones magia-ciencia, su convivencia e influencias mutuas. Este nuevo «campo de batalla» también tiene tres etapas. En la primera, que se adelanta cronológicamente hasta el segundo rupturismo, el interés por la ciencia domina por encima del existente por la magia. En la segunda, la magia ya es vista como un elemento a considerar, incluso como algo clave para el perfecto conocimiento del Renacimiento. En la tercera, coincidiendo con la anterior al principio, la magia comparte protagonismo e importancia con la ciencia de forma equitativa. Muchos de sus protagonistas ya están citados; se lanzaron a esta «arena», ya que muchas de las discusiones quedaron en el marco del problema de la definición del Renacimiento. Mejor se ve en una tabla:
HISTORIOGRAFÍA DE LA CIENCIA | DEBATE MAGIA-CIENCIA | ||
1860-1920 | Rupturismo | ||
1910-1950 | Continuismo | 1900-1950 | Ciencia |
1920-1960 | Neo-rupturismo | 1920-1965 | Magia |
1960-1980 | Magia41y Ciencia 41 Debo recordar que para estos historiadores, la alquimia se inscribe dentro de la magia. |
Tabla 1: Cronología comparada entre la Historiografía de la Ciencia y el debate Magia-Ciencia.
En una primera etapa, dentro del debate «magia-ciencia», la historia de la ciencia es vista como un movimiento unilineal y progresivo, tendente hacia un fin, cual es el conocimiento positivo. Es la época del dominio del sistema de pensamiento llamado «Positivismo» y del dominio comtiano del rupturismo original.
Herbert Butterfield (1900-1979), aún en 1949 proclamaba la nimiedad de la magia y lo oculto frente al fulgor de los descubrimientos científicos42. Aún hoy, desafortunadamente, la Historia de la Ciencia recibe este tipo de tratamientos, aunque ocasionalmente43.
Si bien esta etapa nació sin opositores, hay que hacer notar la existencia, a finales de la misma, de historiadores que ya empezaron a cuestionar esta hegemonía y a considerar a la magia como algo importante, cuanto menos. Fue el caso de Erik John Holmyard, quizá el mejor historiador de la ciencia medieval de los años veinte. A través de su extensa obra, nos dejó patente el interés con que hay que tratar estas cuestiones44. Otro notable ejemplo fue el de John Read, ya citado, en su día director del Laboratorio químico de Saint Andrews, y firme defensor de las tesis continuistas45. También queda adscrito a este grupo otro medievalista, John R. Partington. Él evitó la polémica sobre la naturaleza del Renacimiento, aunque sin escatimar demostraciones de la importancia del estudio de la magia; todo ellos en combinación de publicaciones sobre la historia de la química y la de la alquimia, en forma de libros46 y artículos47, respectivamente. Ya en los años sesenta, Walter Pagel analizó la magia, la filosofía y el pensamiento alquímico de Paracelso dentro de la misma línea de los anteriores48.
Completa la nómina el sinólogo Joseph Needham, profesor de Cambridge, quien se declaró partícipe de las ideas de los anteriores49. Todos ellos, aunque consideraron a la magia como un factor importante, no entraron en debates ni en discusiones, aún cuando muchos de ellos publicaron sus trabajos en el momento más «caliente».
El momento crucial del debate en la segunda etapa tuvo por figuras centrales a los citados Lynn Thorndike y a Francis Yates, ya con un par de décadas de actividad. El primero, claramente continuista, elevó el ámbito de lo oculto a la categoría de objeto de estudio formal. Ya desde los años treinta dudaba de los intereses y aportaciones retóricos y literarios de los humanistas para la ciencia en sus artículos cortos, atizando el debate sin rubor50. En general, toda la obra de Thorndike está desequilibrada hacia lo oculto, que es presentado de forma positiva, sin que ello nos deba llevar a rechazar que su inmersión en una vasta tradición (la de la magia y la ciencia experimental) fuera acompañada instrumentalmente por su dilatada erudición. Al poco los historiadores tomaron posiciones a favor y en contra. A través de sus publicaciones podemos ver, cuanto menos, lo enriquecedor que resultaba la existencia de estas posiciones enfrentadas, máxime cuando trataron de superarse mediante sus investigaciones. Los que se adhirieron a Lynn tienen una característica común: son especialistas que habían trabajado, o trabajaban por entonces, en la Historia del Arte. Ya nos sonarán; son Paul O. Kristeller, Eugenio Garin, Paolo Rossi, Cesare Vasoli y, especialmente, la señora Yates51. Los opositores también pueden ser agrupados bajo un denominador común.
En general han estudiado la historia de las ciencias físico-matemáticas, la óptica, la mecánica. Para ellos, el único valor de las «artes operativas» de los magos consiste en haber acumulado bases empíricas, haber hecho instrumentos y métodos que la auténtica ciencia aprovecharía más tarde. Incluso alguno de ellos, como Otto Neugebauer, dijo que la razón de dejar fuera de sus estudios a la Alquimia se debía a que no era «experimental», cuando una de sus características es, precisamente, su cualidad «operativa»52. En este grupo, por supuesto, se encuadra Alexander Koiré, Edward Rosen, biógrafo de Copérnico y especialista de sus teorías, I. B. Cohen, primero detractor del carácter acumulativo de la «nueva ciencia» y, luego, más atenuado, respetuoso hacia el Hermetismo53; y el ya citado Edward Grant.
En medio de este fructífero debate que va desde Thorndike a Yates vio la luz, y ajeno al mismo, el mejor estudio general sobre el Hermetismo, coincidencias aparte. Fue el hecho por el padre André-Jean Festugiére, llegando a inaugurar y consagrar un nuevo lugar para el hermetismo en la ciencia54.
Desde Festugiére en adelante, las publicaciones sobre el hermetismo, su influencia en el Renacimiento y su íntima relación con la alquimia son de tal volumen que han merecido un apartado separado en este trabajo al cual me remito. Ahora sólo constatar que fue en este momento bullicioso de la Historiografía de la Ciencia cuando nació. Como dije arriba, fue, junto a Thorndike, la señora Yates quien protagonizó la última parte del debate, llevando las posiciones a extremos insospechados. Con ella, el Hermetismo, la alquimia y el neoplatonismo fueron, sin ningún género de dudas, los auténticos motores de la Revolución Científica. Para Yates, el neoplatonismo preparó el camino hacia la ciencia del siglo XVII55 y el Hermetismo estimuló la transformación de la visión del mundo que se operó entonces56.
La última etapa nació justo en el momento en que Yates lanzó su tesis. El efecto inmediato fue semejante a lo ocurrido con Thorndike: un aluvión de posicionamientos a favor y en contra. Aunque, en esta ocasión, los detractores fueron más «violentos», más radicales. La influencia de lo ocurrido alcanza a nuestros días, si bien bajo la forma de las cuestiones metodológicas citadas al principio (externalismo-internalismo), y las «visiones sociológicas» de la historia de la ciencia57. A favor de Yates, en fin, se situó P. M. Rattansi, que aceptó la influencia del ocultismo en la nueva ciencia58.
También lo hizo su amigo y colaborador en ediciones Allen G. Debus59, que, en esta ocasión dejó sus dudas a un lado y no dudó en mostrar su apego a lo defendido por Yates, como podemos ver en una serie de artículos suyos60. Los detractores fueron más numerosos y algunos ya nos sonarán. La mejor argumentación llevada en la serie de refutaciones que le «llovieron» a Yates fue la de Edward Rosen, por directa y por el detallado análisis que acompañaba a los dos artículos de contestación publicados en 196361. Como se puede ver, toda una guerra en el campo común de los artículos cortos. Incluso la señora Boas Hesse, desde su peculiar «internalismo», se opuso a Yates62, igual que hiciera Paolo Rossi, pero siempre desde su estilo ecuánime63.
A partir de aquí, desde esta última etapa, podemos establecer la existencia de un tercer grupo, que no son ni defensores ni detractores de las tesis de Yates. Quedaría definido por aceptar la importancia de los dos elementos en liza (magia y ciencia) y situarlos en un mismo nivel, aséptico y distanciado. En sus trabajos se observa que tratan de escudriñar los mismos durante su desarrollo en el Renacimiento y la Revolución Científica, y de hacerlo lo máximo posible, a fin de calibrar su justa dimensión, habida cuenta de la evidente realidad histórica que contienen.
Sus estudios suelen acabar en la figura de Newton, al que considerar como último representante de una serie de hombres capaces de operar simultáneamente en los dos ámbitos intelectuales, de hacerlo, además, sin ningún tipo de violencia mental, o como dijo uno de sus representantes, capaces de «operar en dos tradiciones»64. También les caracteriza el deseo de, mediante un reprise, reconsiderar toda la cuestión como la mejor forma de emprender, de nuevo, la marcha con resultados fértiles. Toda una actitud conciliadora, como se puede ver, y, ahora vista, necesaria. Tal tono produjo la adhesión ex loco de algunos historiadores ya mencionados, quizá también debido a su «evolución natural», como John E. MacGuire, quien junto a P. M. Rattansi, estudiaron la presencia de uno u otro elementos en las teorías de la nueva ciencia65, o Richard S. Westman y R. S. Westfall66. Estos ya no dudan en tratar la alquimia como un objeto historiográfico con entidad per se. Su modo de acción consiste en analizar las dos tendencias, pero de dos formas. Una es el estudio de dos personajes opuestos mentalmente, pero coetáneos y comparar sus tesis para luego enfrentarlas en un único estudio. Es el caso de Judith Field y su artículo sobre Fludd y Kepler, de las visiones cosmológicas de cada uno de ellos67.
La otra forma es analizar un único personaje en el cual los dos elementos de manifestaron claramente, como es el caso de Newton, cuyo máximo estudioso actual, William S. Newmann, está haciendo una labor ingente desde hace décadas hasta hoy mismo.
1 El neoplatonismo es una amplia especulación cosmológica cuyo fin es la unión extática con Dios, con el Uno inefable Esta asociación tiene su origen en Plotino y va desde la filosofía a la religión, proceso inverso al que originó el pensamiento griego que fue desde la religión a la filosofía. Autores neoplatónicos (además de Plotino y sus Enéadas, dirigidas contra los gnósticos), Porfirio y sus «elevaciones» hacia los «inteligibles», Jámblico y los misterios de Egipto, y Proclo, con su teología neoplatónica. Es imposible hacer aquí un resumen de su posterior desarrollo, aunque sí un recorrido por sus protagonistas más destacados. Desde Platón y la «platonización» de la Iglesia con Justino, Clemente y Orígenes a San Basilio, San Gregorio de Nazianzo y San Gregorio de Niza, en el siglo IV; además de Dionisio el Aeropagita y su influencia, que llega hasta el siglo VII con Máximo «el confesor», no sin antes pasar por San Agustín. En el siglo XI, el proclista Miguel Psellos. En el Islam, el neoplatonismo es aristotelizante, como el ejercido por el traductor Hunaim ibn Ishaq y, en el siglo X-XI por al-Gahzel. En Europa, Alain de Lille (1128-1202) y Bernardus Silvestris. Hasta el siglo XV encontramos a Guillermo de Moerbeke, arzobispo de Corinto y a Dante. En el Renacimiento a Miguel Angel, Tiziano, Rafael, Fray Luis de León, Gemistos Plethon, cardenal de Bessaurion, Láscaris, Ficino, Nicolás de Cusa, Pico y Bruno. En Francia a Lefevre d’Etaples. En Inglaterra a Colet y Tomás Moro. En España a Luis Vives. En el siglo XVII a Leibniz y Spinoza, con «la gran cadena del ser». Para profundizar en su desarrollo histórico: Alsina Clota, J., El neoplatonismo: síntesis del espiritualismo antiguo, Barcelona, Anthropos, 1989.
2 Kuhn, T. S., La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 1990 (or.: 1962).
3 Muchos autores han tratado la cuestión de la Verdad. Aquí sólo caben las subjetivas recomendaciones Truesdell, C., Ensayos de historia de la mecánica, Madrid, Tecnos,1975 (or.: 1968). Las posturas más interesantes están recogidas en Davies, P. C. W. & Brown, J. R., El espíritu del átomo. Una discusión sobre los misterios de la física cuántica, Madrid, Alianza, 1989 (or.: 1986).
4 Hall, A. R., The Scientific Revolution, 1500-1750, Barcelona, Crítica, 1985 (or.: 1954).
5 En concreto, Burckhardt nos remite a la obra de E. Libri, Histoire des Sciences Mathématiques en Italie, París, Lacour, 1838, 4 vols.
6 Ferguson, W. K., El Renacimiento en la historia crítica, Boston, Boston University Press Service, 1948, cap. XI.
7 Hanskins, C. H., Studies in the History of Mediaeval Science, Cambridge, Cambridge University Press, 1927.
8 Gilson, E., L’esprit de la philosophie naturelle, París, Gallimard, 1932.
9 Gilson, E., Humanisme médieval et Renaissance, París, Les Idées et les lettres, 1932, 192.
10 Mieli, A., Pagine de storia della chimica, Roma, 1922.
11 En el año 1919, Aldo Mieli fundó el Archivo di storia della Scienza que, en 1927, pasó a llamarse Archeion y, en 1947 Archives Internationales d’Histoire des Sciences. Además, en 1928, fundó la Academia Internacional de Historia de las Ciencias.
12 Por ejemplo: L’enseignement donné par le philosophe Comarius à la regne Cléopâtre, Archeion, 16 (1934), 18-23.
13 Esto casi era una manía en este autor. Llagó a decir «…lo que significa que debemos asignar a cada uno de ellos (los textos) una fecha tan precisa como sea posible», (La vida de la ciencia. Ensayos de historia de la civilización, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952, 42).
14 Baltimore, t. I, 1927; t. 2, 1931; t. 3, 1947; t. 4 y 5, 1948.
15 Thorndike, L., A History of magic and experimental Science, Nueva York, Columbia University Press, 1923-1958, 8 vols.
16 Por ejemplo, en Alchemical writtings in Vatican palatine and Certain others Latin Manuscripts, Speculum, 11 (1936), 370-383.
17 Crombie, A. C., Robert Grosseteste and the origins of experimental science, Oxford, Clarendon Press, 1953. Por cierto que Grossesteste (1175-1253) fue un obispo de Lincoln que en su Summa Philosophiae reconoció el valor de la alquimia y la posibilidad que ofrecía la transmutación metálica a través del concepto aristotélico de la «quintaesencia».
18 Por ejemplo: The development of scientific method in the School of Padua, Journal of History of ideas, I (1940), 177-206, y The School of Padua and the emergence of modern science, Padua, Editrice Antenore, 1961.
19 Weisheipl, J. A., La teoría física en la Edad Media, Buenos Aires, Columbia, 1967.
20 Blake, R. M., Theories of scientific Method, Seattle-Londres, University of Washington Press, 1966.
21 Grant, E., A source book in Mediaeval Science, Cambridge, Harvard University Press, 1971-1974.
22 Beltrán, A., Revolución Científica. Renacimiento e Historia de la Ciencia, Madrid, Siglo XXI, 1995.
23 No obstante, no podemos negar a Burckhardt el mérito de hacer del Renacimiento un período histórico diferenciado.
24 Ver Artetxe, A., «¿Qué estaba preparado para ver Thomas S. Kuhn?», en Llull, 24 (1990), 21-42.
25 Koiré, A., Estudios de historia del pensamiento científico, Madrid, Siglo XXI, 1977 (or.: 1973).
26 Kuhn, T. S., The copernican revolution, Cambridge, Harvard University Press, 1957.
27 Koiré, A., Études d’histoire de la pensée philosophique, París, Gallimard, 1961.
28 Cassirer, E. (comp), Individuo e cosmo nella filosofia dei Rinascimento, Florencia, La Nuova Italia editrice, 1974.
29 Rada, E.(comp), La filosofía de la ciencia y el giro «historicista»: El post-positivismo, Madrid, U.N.E.D., 1984.
30 Garin, E., La revolución cultural del Renacimiento, Barcelona, Crítica, 1981 (or.: 1967).
31 Kristeller, P. O., El pensamiento renacentista y sus fuentes, México, F.C.E., 1982 (or.: 1979).
32 Vasoli, C., Magia e scienza nella cillitá umanistica, Bolonia, Societá Editrice Il Mulino, 1976.
33 Walkers, D. P., Spiritual and demonic magic: from Ficino to Campanella, París, Université de Notre-Dame Press, 1958.
34 Debus, A. G., Alchemy and chemistry in the XVII century, Los Angeles, Los Angeles University Press, 1966.
35 Yates, F., The hermetic tradition in Renaissance science, Baltimore, John Hopkins Press, 1967.
36 Kristeller, P. O., 34, n. 25.
37 Rossi, P., Francis Bacon: de la magia a la ciencia, Barcelona, Crítica, 1991 (or.: 1957).
38 Bacon, F., De dignitatis et avgmentis scientiarum, Londres, 1623, III, V. Se sabe que Bacon tenía acabada esta obra en 1605.
39 Rattansi, P. M., Some evaluations of reason in sixteenth and seventeenth centuries natural philosophy, en Teich & Young, Changing perspectives in the History of Science, Londres, Heinemann, 1973.
40 Webster, Ch., The Great Instauration. Science, Medecine and Reform, Londres, Duckworth, 1975.
42 Butterfield, H., Los orígenes de la ciencia moderna, Madrid, Taurus, 1971 (or.:1949).
43 Por ejemplo: Paturi, F. R., Crónica de la Técnica, Dortmund, Haremberg Kommunikation, 1988.
44 Por ejemplo: The great chemists, Londres, 1928 y Makers of chemistry, Londres, 1931.
45 Read, J., Preludy to chemistry, Londres, Bell, 1936.
46 Partington, J. R., Origins and development of applied chemistry, Londres, Longmans Green & Co., 1935; A history of chemistry, Londres, Longmans Green & Co., 1941.
47 Por ejemplo: Albertus Magnus on Alchemy, Ambix, 1 (1937), 9-13.
48 Pagel, W., Paracelse, introduction à la médecine philosophique de la Renaissance, París, Arthaud, 1963.
49 Needham, J., Science and Civilisation in China, Cambridge, Cambridge University Press, 1974, especialmente el vol. 5, parte 2ª, donde trata la alquimia.
50 Por ejemplo: Two more alchemical manuscripts, Speculum, 12 (1937), 370-374 y en Seven salts of Hermes, Isis, 20 (1930), 187-188.
51 Thorndike y Yates coincidieron, especialmente, en un punto: ambos compartían la idea de los «magos» como los primeros experimentadores.
52 Neugebauer, O., Egyptian astronomical texts, Providence, Brown University Press, 1960-1969, 4 vols. En concreto, dicha afirmación está en el vol. 1, xii.
53 Detractor en Cohen, I. B., The Eighteenth-Century Origins concept of Scientific Revolution, Journal of the History of Ideas, XXXVII (1976), 257-288. Atenuado en Revolución en la ciencia, Barcelona, Gedisa ed., 1989.
54 A. J. Festugière, La révelation d’Hermes Trismegiste, París, Lacoffre, 1949, 4 vols.
55 Yates, F. A., Giordano Bruno y la tradición hermética, Barcelona, Ariel, 1983 (or.: 1964).
56 Yates, F. A., La tradición hermética en la ciencia renacentista, en Singleton, Charles S. (comp), Art, Science and History in Renaissance, Baltimore, John Hopkins Press, 1967, 255-274.
57 A veces uno se pregunta por qué damos tantos nombres a una misma cosa.
58 Rattansi, P. M., The intellectual origins of the Royal Society, Notes and records of the Royal Society, 22 (1968), 32-40.
59 Prof. A. G. Debus. The Morris Fishbein Center for the History of Science and Medicine. University of Chicago, 1126 E, 59th Street, Chicago, IL 60637 USA.
60 Como por ejemplo, en Isis, 55 (1964), 389-392; Ambix, 14 (1967), 42-59 y Ambix, 15 (1968), 1-28.
61 Rosen, E., Was Copernicus a hermetist?, en Crombie, A. C. (comp), Scientific Change, Nueva York, Basic Books, 1983 (or.: 1963), 855-873; Was Copernicus a neoplatonist?, Journal of History of Ideas, 44 (1983), 667-669 (or.: 1963).
62 Boas Hesse, M., Hermeticism and historiography: an apology for the internal history of science, en Stewer, R. H. (comp), Historical and philosophical perspectives of science, Minneapolis, Minnesota University Press, 1970, 134-159.
63 Rossi, P., Imagini della scienza, Roma, Iuntini, 1977.
64 Vickers, B., (comp), Mentalidades ocultas y científicas del Renacimiento, Madrid, Alianza, 1984.
65 MacGuire, J. E. & Rattansi, P. M., Newton and The pipes of Pan, Notes and Records of the Royal Society of London, XXI (1966), 108-143.
66 Westfall, R. S., Newton y la alquimia, en Vickers, B. (comp), n. 53.
67 Field, J., Las armonías de Kepler y Fludd, en Vickers, B., cap. 3.
Alquimia e Historia de la Ciencia, Historia de la Alquimia
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